El sabor que nos une

El sabor que nos une

El sabor no pide permiso para entrar, se sientan en la mesa y, sin hacer ruido, te devuelven a una casa que quizá ya no está en el mapa. La comida venezolana hace eso. 

En Miami, donde el ritmo no se detiene y la ciudad habla en muchos idiomas, un bocado de arepa recién asada, una tajada doradita, un sorbo de chicha fría o una cucharada de caraotas bien hechas ponen en pausa el apuro y encienden la memoria. No es solo hambre; es pertenencia. 

Es el gesto cotidiano de decir: sigo siendo yo, aunque esté lejos.

Para muchos venezolanos, comer como se comía en casa es una forma de mantenerse de pie. 

El olor del sofrito a primera hora, el ají dulce que perfuma la cocina, el toque del comino que siempre divide opiniones, son pequeñas certezas en una vida que cambió de golpe. 

Por eso la mesa se vuelve refugio; allí la nostalgia no duele tanto, se vuelve conversación, anécdota, risas que recuerdan cómo empezó todo y por qué seguimos celebrando incluso en días difíciles.

EL SABOR COMO MEMORIA

La memoria tiene rutas caprichosas, pero pocas son tan directas como el gusto y el olfato. 

Basta abrir una olla de caraotas negras, probar el punto de sal de la carne mechada o morder una arepa dominó para que un recuerdo se active entero: el timbre del mediodía, el ruido del budare, la voz que decía “sírvete más arroz, que eso rinde”. 

Esa colección de escenas cocina dentro de uno, y en el exilio, donde todo es nuevo, comer como antes acomoda el ánimo y da orden a lo desconocido.

Cuando un venezolano llega a Miami, trae en la maleta algo más que documentos y ropa. 

Vienen las recetas anotadas en un papel que ya casi no se lee, los trucos que se aprenden mirando a las abuelas, la costumbre de probar la sazón con la cuchara de madera. 

Esa herencia cabe en cualquier cocina y se adapta a lo que haya en la nevera. Si no aparece el mismo queso, se busca uno parecido; si la harina cambia de textura, la mano ajusta la cantidad de agua; si el ají dulce se consigue a medias, se rescata su espíritu con paciencia. 

Lo importante es que el resultado huela a casa, que el primer bocado tenga ese “ajá, esto sí” que tranquiliza.

COCINAR PARA NO OLVIDAR

Cocinar fuera del país es más que resolver la comida del día, es una manera de organizar la nostalgia. 

El sofrito temprano, la olla que se deja a fuego bajito mientras suena la radio, el budare que calienta la arepa hasta que infla por los bordes, son rutinas que ayudan a cruzar la semana. 

No hace falta una fiesta para servir pabellón a la hora del almuerzo; tampoco hay que esperar diciembre para amarrar ese antojo de hallaca mental con una arepita bien rellena. 

En la diáspora, uno aprende que la cocina es también un espacio de resistencia, una especie de altar doméstico donde se agradece lo que se tiene y se recuerda lo que queda por delante.

La conversación alrededor de la mesa, incluso si es en una cocina pequeñita en un apartamento alquilado, cura. 

El que cocina cuenta cómo hacía su mamá el aliño, alguien más defiende que la caraota se termina con un toque de papelón, otro jura que su abuela probaba el arroz con una pizca de sal gruesa entre los dedos; se cruzan historias, se comparan costumbres, se arma un país chiquito en dos metros cuadrados. 

Cocinar así, compartiendo, ayuda a no olvidar. Y cuando se come, el silencio que llega a veces no es tristeza, es respeto por lo que significa ese plato.

LOS SABORES QUE TRAEN CONSUELO

Cada quien tiene su lista de sabores consuelo. 

Hay quien jura por una empanada bien crujiente, dorada parejita y con ese relleno que suelta juguito; hay quien se muere por la cachapa con queso de mano, esa combinación de maíz dulce y suavidad elástica que sube el ánimo; hay quienes, sin discusión, se refugian en el pabellón a la hora del almuerzo, con el arroz suelto, las caraotas cremosas, la carne mechada en su punto y las tajadas que equilibran la vida. 

También están los que son de bebidas: una chicha fría con su espesor justo, un papelón con limón que baja la temperatura de un día difícil, un café negrito que hace conversación sin tener que hablar mucho.

En Miami, esos antojos no son caprichos, son brújulas. Señalan el norte de un país que ahora se visita con recuerdos y se sostiene con tradiciones vivas. 

El paladar, que es sabio, reconoce lo auténtico cuando lo tiene al frente. Una arepa bien asada, una masa con el punto exacto de agua, un relleno que no se queda corto, son detalles que no se negocian; allí, sin discursos, la gente encuentra descanso. 

Comer así, con verdad, quita un peso del pecho.

El sabor que nos une - Pabellón

LA MESA COMO LUGAR DE REENCUENTRO

La mesa venezolana tiene una cualidad generosa: siempre hay sitio para uno más. 

En esa cultura del “pasa, siéntate, ya mismo sale algo”, se han construido amistades y se han sostenido familias. En el exterior, esa costumbre agarra más fuerza, porque la mesa se convierte en puente. Invitar a alguien a comer una arepa, a probar unas tajadas bien hechas, a servirse un poquito más de caraotas, es abrir la puerta a la conversación y a la compañía. 

Y el que llega, aunque venga con la timidez del recién llegado, se siente parte desde el primer bocado.

Esa generosidad también es una forma de cuidarnos. El plato que se comparte reduce la distancia, llama al chisme bueno, trae chistes de la infancia, presta hombro cuando hace falta. 

Con comida criolla, los silencios no pesan, se entienden. La memoria toma asiento y deja que la sobremesa haga su trabajo: acomodar el ánimo, recordar lo importante, planear con calma.

SABORES QUE VIAJAN, IDENTIDAD QUE SE RESISTE

La diáspora venezolana ha demostrado que la identidad no se guarda en una vitrina, se vive. Y se vive a cucharadas. 

Que si no se consigue el mismo ají, se buscan parientes; que si la harina es otra, se aprende a escuchar la masa; que si el queso cambió, se respeta la textura y se honra la intención. Esas pequeñas decisiones cotidianas dibujan una cultura que se adapta sin perder el acento. 

Por eso, cuando un plato nos queda como era, aparece una alegría chiquita, de las que no hacen ruido, pero sostienen. Uno respira distinto, se endereza el día, la ciudad parece más amable.

Miami, con su mezcla caribeña, entiende ese lenguaje. Aquí los sabores venezolanos encontraron clima, mercado y, sobre todo, ganas. Los fines de semana huelen a cocina prendida temprano, a aliños que se sofríen sin apuro, a arepas que se planifican desde el día anterior para que queden como Dios manda. 

Entre semana, a la hora del almuerzo, el cuerpo pide orden y la mente agradece la rutina; un pabellón completo o una combinación criolla cumplen esa tarea con eficiencia y cariño.

EL SABOR DE CASA EN PANNA

En PANNA, sabemos lo que significa buscar un bocado que te devuelva al sitio donde todo empezó. 

Cocinamos con ese compromiso. 

Las arepas salen del budare con su borde ligeramente tostado y el centro jugoso; el queso que las acompaña respeta la textura fresca que se recuerda; los tequeños llegan crujientes por fuera y nobles por dentro; las caraotas se guisan con sofrito hecho como se hacía en casa, sin atajos; la carne se esmecha con paciencia para que tome el color y el punto del aliño; las tajadas se fríen hasta lograr ese dorado que alegra la vista. No son trucos, es respeto por la costumbre.

También cuidamos los tiempos, porque la comida venezolana habla de paciencia. 

Un buen pabellón no se arma a las carreras, una arepa no se voltea por ansiedad, una chicha no se resuelve sin la textura correcta. 

Eso se siente cuando llega el plato, cuando el primer bocado encaja, cuando el segundo confirma y el tercero ya es confianza. La gente a veces cierra los ojos, sonríe y suelta un “así era” que vale más que mil reseñas. Ese es el objetivo: que cada visita sea un reencuentro.

Por eso, si estás en Miami y te pega la nostalgia, si el día viene largo y necesitas una pausa, o si quieres presentar tu sabor a alguien que no lo conoce, acércate a PANNA

Siéntate con calma, pide lo que te hable más duro —una arepa dominó, un pabellón servido como manda, una cachapa con su queso de mano, una chicha que refresque la memoria— y deja que el paladar haga el resto. 

Aquí cocinamos para alimentar y también para acompañar, porque sabemos que el hogar no siempre es un lugar; a veces es un plato que llega justo a tiempo y te acomoda el corazón.

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