La hallaca un país envuelto en hojas de plátano

La hallaca: un país envuelto en hojas de plátano

Diciembre en Venezuela no llega con las luces ni con los villancicos, sino con un olor que se mete por todas partes: el del guiso cociéndose lento, la masa pintada con onoto y las hojas de plátano tostadas sobre la hornilla. 

Ese perfume es la señal inequívoca de que la Navidad empezó, y con ella, el ritual más querido por los venezolanos: hacer hallacas. 

Porque en este país, y en cada rincón del mundo donde haya un venezolano, no hay diciembre sin esa receta que reúne historia, familia y emoción en una sola hoja verde.

La hallaca es mucho más que un plato típico; es una celebración de la identidad nacional. Cada una guarda dentro siglos de mestizaje, saberes compartidos y la paciencia de quienes entienden que las cosas buenas toman tiempo. 

Su mezcla de ingredientes, sabores y texturas resume la historia de un país que aprendió a combinar diferencias hasta convertirlas en armonía; por eso, cuando el olor del guiso se mezcla con el del maíz y las hojas calientes, el ambiente cambia. 

En la cocina, todos tienen algo que hacer: la abuela dicta las proporciones, el padre prueba el punto del vino, los niños reparten las pasas con la solemnidad de quien sabe que participa en algo importante.

UNA HISTORIA QUE SE CUECE DESDE EL FOGÓN

Aunque hoy sea sinónimo de celebración, la hallaca nació del ingenio y la necesidad. 

Durante la época colonial, las familias mestizas aprovechaban los restos de los banquetes decembrinos para crear una comida que pudiera alimentar a todos. 

En esa mezcla de carnes, condimentos y maíz nació una receta que pronto superó su origen humilde y se transformó en símbolo de unión. El pueblo la perfeccionó, agregando ingredientes propios de cada región y dándole un sello inconfundible: en el centro del país se prepara con carne, cerdo y pollo, equilibrada con papelón y vino dulce; en los Andes, se añaden garbanzos y un toque ahumado; en oriente, el ají dulce impone su perfume característico; y en los llanos, el comino y el picante marcan la pauta. 

Cada versión es distinta, pero todas cuentan la misma historia: la de un país que se reconoce en su diversidad.

El proceso también es parte del encanto. 

Preparar hallacas no es solo cocinar, es coordinar una coreografía familiar donde cada gesto importa. Se organizan las mesas, se limpian las hojas, se calienta el onoto, se amasa con fuerza, y se conversa. Las manos se mueven con precisión, el hilo se corta en tiras iguales, y la primera hallaca que se arma es motivo de aplauso. 

Luego viene el hervor: la gran olla burbujeante, el vapor que empaña los vidrios, el olor que invade la casa y hace que todos esperen ese primer corte como si fuera un regalo. 

Es en ese momento, cuando se abre la primera hallaca y el guiso caliente brilla dentro de la hoja, cuando realmente empieza la Navidad.

EL SABOR DE LA DISTANCIA

Con los años, la hallaca cruzó fronteras y se convirtió en la más fiel compañera de los venezolanos fuera del país. 

Cada diciembre, en cocinas de Miami, Madrid o Santiago, se repite el ritual con los mismos pasos y la misma devoción. 

Se buscan hojas de plátano congeladas, vino parecido, aliños importados o sustitutos ingeniosos; se improvisa, se adapta, pero no se renuncia. Lo importante es que la olla hierva y que el aroma llene el aire, porque en ese olor está la memoria de lo que fuimos y lo que seguimos siendo.

En cada hallaca hecha lejos del trópico hay una mezcla de nostalgia y orgullo. 

La nostalgia de no estar donde solíamos hacerlo, y el orgullo de seguir haciéndolo de todos modos. 

Las familias se reúnen para mantener la costumbre, los amigos se reparten tareas como si fueran primos, y la conversación gira siempre en torno a las comparaciones: que si la de este año tiene más vino, que si la de mamá era más suave, que si las aceitunas eran mejores en Venezuela. 

Son pequeñas discusiones que, en realidad, esconden cariño; porque la hallaca, más que una receta, es una excusa para hablar de lo que importa.

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UN PAÍS DENTRO DE UNA HOJA

Ningún otro plato representa a Venezuela con tanta fidelidad. 

La hallaca es un resumen de nosotros: mestiza, compleja, contradictoria y profundamente generosa. Dentro de una hoja caben todas las influencias que nos formaron: el maíz de los pueblos originarios, las carnes europeas, las especias africanas y la dulzura tropical del papelón. 

Su equilibrio entre dulce, salado y ácido es una lección de convivencia; todo tiene espacio, nada se impone, y al final, el resultado es una armonía deliciosa.

Por eso se dice que la hallaca no se come, se comparte. Es un acto de reunión y también de esperanza. 

Cada diciembre, mientras se amarran las hallacas y se escucha el burbujeo de la olla, los venezolanos repiten sin saberlo una antigua promesa: que el país, pese a todo, sigue vivo en cada cocina, en cada casa donde se hierva una hoja de plátano y se sirva una hallaca caliente con orgullo.

EN PANNA, LA NAVIDAD EMPIEZA CON EL PRIMER HERVOR

En PANNA, la Navidad se anuncia cuando hierve la primera olla de hallacas del año. 

Las preparamos como en casa: con guiso cocido lentamente, vino dulce, aliños frescos, masa suave pintada con onoto y hojas limpias y flexibles que se doblan con facilidad. 

Cada una se arma a mano, con paciencia y con respeto por la receta que nos define. Porque sabemos que la hallaca no es un producto: es un pedazo de historia que se sirve caliente y perfumado.

Este diciembre, deja que PANNA te acompañe con ese sabor que no necesita presentación. 

En cada hallaca hay un abrazo, en cada bocado un recuerdo, y en cada hoja una promesa: la de que, mientras haya sabor y memoria, siempre habrá hogar.

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